La media naranja dorada de la cúpula de la Catedral de Cádiz es un medio sol que asoma sobre la blancura de plata de la ciudad. Perezosamente, los gatos se dejan acariciar por el sol de la tarde, que ellos creen que es ese, y no el que ya se bate en retirada, vistiéndose de sutiles cendales de nubes, allá arriba, en el cielo azul-malva de esa hora avanzada del día. Y el océano canta con una cadencia tranquila que es ronroneo conocido para esos bohemios gatunos que disfrutan en las rocas de la escollera, a salvo de paseantes humanos, a salvo de preocupaciones y prisas.
Se está bien en Cádiz, a la tarde, en primavera, porque Cádiz es ciudad hermosa, antigua, dulce y fiera como una diosa llena de contrastes. Pero si no sopla galerna, si las olas se ondulan con el suave ritmo amigo de la calma, se está bien en Cádiz, se está muy bien. Y esos gatos nos dan hasta un poquito de envidia, porque no debe ser mala cosa ser libre como ellos, y más en la Tacita de Plata.
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