Hasta hace dos días, Augusto Pescador era para mí un personaje inconcreto, brumoso, pero nimbado de un prestigio intelectual que tornaba incomprensible el hecho de que el conocimiento definitivo del personaje, de su vida y de su obra no fuera más allá de un par de referencias escasas. Que la familia había vivido en la calle San Juan, que había tenido que exiliarse a tierras sudamericanas debido a la Guerra, y que en la Biblioteca Municipal de Orihuela hubiera un opúsculo, obra suya, Galileo y los orígenes del pensamiento epistemológico como única muestra de que, efectivamente, algo había escrito sobre filosofía: a estos tres “espectaculares” datos, se reducían los informes más certeros que tenía del intelectual oriolano. Pero ocurre que, bien sea por esa ley misteriosa que acaba por restituir a cada personaje su sitio histórico, o bien sea porque el tiempo pasa y no uniformemente sino multidireccionalmente, debido al trabajo de sus glosadores y testigos, ahora tenemos, de pronto, sobre la mesa estas estupendas memorias escritas por el propio Pescador, publicadas gracias al tesón y a la labor cuasi policíaca de rastreo y hallazgo final del texto, llevada a cabo por la Fundación Miguel Hernández.
En la figura de Pescador, dimensión internacional de hombre y obra y desconocimiento de tal dimensión en su lugar de nacimiento, - esta ciudad o ente literario llamado Oleza, Ormira, u Oriola - guardan una proporción negativa que vuelve a confirmar el dicho de que “nadie es profeta en su tierra”, aunque, en este caso, la razón del dicho venga justificada por el hecho extraordinario y totalmente perturbador de la contienda civil que desplazó vidas y destinos. Por ello, el que la voz de una figura de élite como Pescador se nos haga perceptible a través de este texto, hablándonos sobre los pormenores que rodearon su vida y que con el devenir de la guerra acabaron con su desaparición tanto de su ciudad como del país, es tanto un acontecimiento editorial y una recuperación histórica como un hecho emocionante, teniendo en cuenta la singularidad del testigo.
Creo que si escribo aquí que Pescador escribe con distanciamiento crítico sobre los hechos de la contienda bélica, estaría utilizando, seguramente unos términos estereotipados, y alguien podría objetarme neutralidad en mi observación. La Guerra Civil no sólo sigue produciendo novelas y películas, sino también discusiones y posicionamientos pasionales. A pesar de ello, gracias a la cantidad de información de que disponemos y al esclarecimiento de la visión panorámica que nos ofrece el propio tiempo transcurrido, podemos atemperar visceralidades y emitir juicios más o menos serenos basándonos en los análisis de tantos conjuntos de datos contrastados o confirmados. Por ello, lo que resulta sorpresivo para mí en estas memorias es que tal discreción de juicio nos venga a través del testimonio de alguien que vivió de lleno y sufrió los efectos de tan dramáticas circunstancias. Ante la proliferación de tanta literatura sobre el tema, es como si desde el pasado nos llamaran al orden sin alzar la voz. Pescador es sencillo y franco en lo que expone; no hay exabruptos que entorpezcan la linealidad narrativa, ni arrebatos que frustren la veracidad de su testimonio. Ello sumado a la cita continua de datos, nombres de personas y lugares y referencias anecdóticas, mantienen con natural amenidad el interés del lector.
Pescador no se demora ni en desarrollos narrativos ni se estanca en juicios de valor. Tampoco se limita a ofrecernos un informe. Escribe, ni más ni menos, desde la radicalidad de lo que le ocurrió y de lo que experimentó. Somos nosotros, los comentaristas de las historias de la Historia quienes nos sentimos más tentados a desarrollar juicios y adensar exámenes de acontecimientos. Haciendo un esfuerzo de imaginación y comparando la tesitura de aquellos días con la nuestra, creo que fue tal el volumen de hechos que arrastraron tanto a Pescador como a sus contemporáneos, que el deseo de hacer literatura no nos encandila sino a nosotros, posmodernos obsesivos de mitologías y teorías laxas.
Precisamente, el atenerse a los hechos es aquí más que ejemplar, ya que hay que tener en cuenta que lo que tenemos ante nosotros son las memorias de un lógico, no de un literato. La frase de Pescador está libre de toda grasa, de toda impertinencia reflexiva. El ritmo narrativo es rápido, la evocación precisa y escueta. Todo ello hace precisamente que la lectura nos enganche y no cese hasta llegar al final de los capítulos, que no haya fisuras ni recuentos prescindibles. Esa precisión, ese brotar la escritura de la constatación del hecho, hace su lectura efectiva y siempre interesante. Recordemos el éxito de los estilos- formalmente sencillos, pero de significación tan distinta - de un Hemingway o de un Borges. Al no haber recreación de hechos, la lectura hace el efecto veraz de un film. Pescador da constancia en proporciones simétricas de sentimientos personales y hechos acontecidos. La preferencia no es destacar nada en particular que prime sobre otros aspectos, sino dar cuenta de la suma lineal de lo ocurrido.
Pescador hace historia, historia personal sin que el compromiso que adquirió en el momento de la eclosión bélica imposte un discurso en sus memorias. De niños nos enseñaron en la escuela que la guerra consistía en el enfrentamiento en campo abierto de los dos bandos contrarios, de los buenos contra los malos, o de los invadidos contra los invasores. Acabada la batalla en cuestión, se acaba tanto la batalla como la guerra en sí. De adultos comprendemos que este inmaculado concepto de la guerra no se produce tan matemáticamente, que la guerra acaba convirtiéndose en un asunto mucho más sórdido y que finalmente no es sino caos y pillaje.
Tras haber leído estas memorias, si me obligaran a emitir un juicio global sobre la autoría de las mismas, creo que no podría ser más correcto, evitada toda hipérbole, que destacando la excelencia ética de Pescador. La honestidad intelectual, la equidistancia del extremismo desatado episódicamente en ambos bandos, su discriminación del linchamiento o del mero asesinato dentro de las violencias propias de la guerra, son las virtudes tanto del hombre como del pensador que, implicado de lleno en un bando y con responsabilidades políticas encima, se mantuvo distante de las degeneraciones de la conflagración. Efectivamente. Una de las más graves preocupaciones de Pescador así como la de los miembros de su partido, durante la guerra, fue la de evitar la emergencia de la barbarie. Había tanto que cuidarse de ella, como cuidar que no se produjera desde el bando republicano, destruyendo la legalidad de las posturas adquiridas y de los ideales que se querían defender.
Escribe Pescador: nuestra autoridad sólo era moral y había muchas dudas de que pudiéramos hacernos respetar por los que poseían las armas y, con ellas, la fuerza. Nuestro deber era tratar de conseguirlo y también era necesario dar a conocer nuestro pensamiento al pueblo, pues el silencio era criminal… Las veces que hablé en público durante la guerra fue para pedir paz en los pueblos y respeto a la vida o para exponer que teníamos la razón e infundir esperanzas en una victoria en la que no creía.
Si antes fue la religión el opio del pueblo, ahora su puesto lo vendrán a ocupar las ideologías. La ideologías, que no las ideas, constituyen la nueva religión de los movimientos laicos en occidente, el virus que hipnotiza, encandila y moviliza multitudes.
Sobre la alienación ideológica, brillantemente escribe: “El fanático católico perdona al ladrón, pero no al que considera hereje, así como el fanático comunista perdona el asesinato o el robo, pero no la idea que llama reaccionaria”.
Hace tiempo adquirí en una librería de viejo un grueso volumen. Era la famosa Ética de Nicolai Hartman, publicada por Herder y que hace unos años, reseñó con entusiasmo Eugenio Trías en el suplemento cultural de un periódico nacional al ser reeditadas. Compré el libro por el puro gusto de disfrutar literariamente de un discurso filosófico. El que sí estudió sus ideas fue Augusto Pescador, ya que fue alumno de Hartman y mantuvo con el autor una larga correspondencia hasta el fallecimiento del profesor germano. La pertenencia al partido socialista y su complicado trabajo en el mismo durante la Guerra Civil, su ingreso en la masonería, la recuperación de tesoros intelectuales olvidados o casi perdidos como las figuras silogísticas de Galeno, las obras sobre Lógica y Ontología, o la labor como prestigiado docente en universidades de Bolivia y Chile, son los notorios rasgos de la persona que nos habla desde estas memorias que, esperemos, se incorporen a la bibliografía de los autores más destacados de Orihuela. Felicidades desde aquí a la Fundación Miguel Hernández por la recuperación y edición de este texto y por la oportunidad de hacernos definitivamente familiar la figura y la obra de quien fue y es uno de nuestros ciudadanos más ilustres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario